Diario Perfil ( por Andy Fogwill)

Rodolfo Fogwill
Recuerdos de una familia veloz

Por Andy Fogwill

21/08/11 - 01:06


Soy yo”: todavía mantengo grabado el mensaje de saludo de su contestador. Su voz grave imperativa y su manera única de exagerar la O. Todavía mantengo su apodo en mi agenda: “Pa”. Todavía mantengo su nombre en mi Skype: “Fog”. Todavía mantengo todos sus correos electrónicos y en mi Blackberry su último pedido en el hospital: “Caramelos ácidos de Lipo, Secotex 5 miligramos, Cerealitas, mi pelota de tenis, mis cuadernos Moleskine y una Bic”. Paradojas de la escritura, su última palabra fue Bic. Capturado su recuerdo por los mecanismos de la red institucional y tecnológica que tanto combatió, siento todavía su voz y todos los días me vuelvo a preguntar si no será mejor empezar a borrar todo. Hasta cuándo voy a mantener esos bits de información. Y me doy cuenta de que todavía me seduce y tranquiliza la idea de cierta inmortalidad que hay detrás de lo virtual. (Cuento seis “todavías”. Qué hubiera dicho de estas repeticiones. Seguramente que escribo mal, como un puto. O como un alumno de Puán. Pero yo no escribo.)

Dos. Ahora soy él: intento escribir e intento escribir en el mismo medio en que lo hacía él. Semanas después de su muerte sentí durante algunos días la extraña sensación de “vivir su vida”. Por un lado era yo intentando ordenar sus recuerdos, pero por el otro era él intentando desactivar sus restos de vida: abrir su computadora, leer sus correos, pagar sus cuentas, usar su celular, leer sus anotaciones, regar sus plantas, escuchar su música, entrar a su casa. En su casa, desordenada y dispuesta como la había dejado, tuve la breve sensación de observar su vida en el estado intacto en que la había dejado. Como una pequeña maqueta en 3D: ahí estaba su vida, desplegada en los objetos de su cotidianeidad. Ahí estaban sus obsesiones presentadas como las diferentes plantas de un edificio construido en setenta años.
Helechos, náutica, libros, lapiceras, fotos, motores, máquinas, mecanismos, hojas, sus cinco hijos. Sentía también la sensación de un lugar en donde todo respondía a una extraña “Lógica de leyes Fogwill”, lógica de revelación, intensidad y libertad. Todas y cada una de las cosas tenían una doble vida Fogwill. En el medio: entre el antimaterialismo y la búsqueda de un saber. Miré y observé intentando conocerlo más y encontrar algún mensaje encriptado que me revelara un epitafio final. Recordé una de las frases que más repetía: “Andrés, la vida es dar vida. No todas esas boludeces que ustedes hacen y no hacen”. Ahí estaban los recuerdos de todas sus vidas. Todo había vivido muchas vidas. Libros releídos, discos rígidos abiertos, grabaciones, computadoras desarmadas, ropa vieja secándose, artículos de diarios y documentos pegados en la pared, cabos marineros usados como perchas, fotos escritas, hojas apiladas, motores. Y también ahí estaba su extraña fascinación por sacarles la carcasa a las cosas. Por desarmar. Por revelar. Por buscar una caprichosa verdad oculta. Una verdad entendida, como él decía, como todo aquello que no detiene la energía vital.

Tres. Durante nuestros últimos años estuvimos muy cerca. Alejado de la paternidad trash de los 80 y de la creación de su ser, nos ocupamos sin mostrarlo de intentar recuperar el tiempo perdido. Y lentamente el amor y el cariño se potenció a través del entretejido de las palabras y de un sistema socrático de preguntas y respuestas.
Me divertía mucho encontrarle el punto exacto en donde en los diálogos dejaba de ser mi padre y se convertía en Fogwill, y eso casi siempre ocurría cuando yo, sorprendido por alguna respuesta, le contestaba: “¿En serio?”. Nada le molestaba más. “Sí, forro, en serio, yo no miento, yo no filmo”, decía en referencia a mi profesión. Como si la pregunta sobre la confirmación de la verdad provocara en él una ira que producía una fuerte tenorización de su voz. Algún estudioso de su obra podría intentar encontrar cuáles fueron las palabras que más dijo en su vida, pero estoy seguro que deben haber sido “Verdad”, “No miento”, “Voz” y “¡Forros!”. Y los signos de admiración. Cómo descifrarlo sin signos de admiración, cómo pensar en él sin esa foto de la vieja tapa de Música japonesa, en donde su foto parece atrapada en el medio de dos signos de admiración. Con el tiempo fui puliendo mi manera de “provocarlo” y me dediqué a hacerle preguntas muy estúpidas que también lo alteraban. Preguntas sacadas de la peor literatura de autoayuda, pero que desgraciadamente un hijo, aunque educado en la contra-educación, necesitaba conocer. ¿Fuiste feliz? ¿Te arrepentís de algo? ¿En qué te equivocaste? Como en un ejercicio de análisis de grupo sanguíneo, me interesaba saber cómo se respondía a la obviedad desde la contraobviedad. Y cómo alguien que se había pasado la vida tratando de enseñarnos a pensar podría responder desde el sentir, y dejarme alguna clave estúpida de cómo ser.
Una vez, cuando lo llevaba a hacerse uno de sus últimos análisis, le pregunté si tenía miedo. Me respondió: “¿Vos me viste alguna vez con miedo?”. La verdad es que puedo asegurar que nunca lo vi con miedo. Quizá porque vivía en permanente estado de caza. En una beligerancia contra el Parecer y el No parecerse. Buscando gente en pose. Buscando limpiar la boludez del mundo. Y a algún snob para lanzarle un dardo y continuar su fallida misión oculta contra el engaño de uno mismo. “Escribo para no ser escrito” me sigue pareciendo su mejor sentencia de guerra. Espadas, granadas, bombas antiguas desarmadas, pistolas de aire comprimido acompañaban en su escritorio a su Olivetti Studio 44, luego a su Smith Corona SD 68º y más tarde a su IBM con bocha gorda. Imposible pensar su escritura separada de la tracción física de la máquina de escribir. Mecanografia y mecanismos. Me dormía buscando adivinar qué palabra escribía detrás del morse y el ritmo del tecleado de su IBM.

Cuatro. Escribía rápido. Demasiado rápido. Como él decía: “Al dictado de una voz”. Cuanto más rápida era su forma de teclear, menor silencio entre las letras y mayor musicalidad. Y así fui educado sobre el traqueteo y la velocidad de su teclear. Fuimos una familia veloz. Comíamos rápido. Hablábamos rápido. Jugábamos rápido. Sentíamos rápido. Y dejamos de parecer una familia velozmente. En una de sus tantas teorías sociogenéticas, mi padre argumentaba que teníamos un tipo de sangre especial que se movía a una mayor velocidad y, a la vez, producía una tanspiración sin olor. Algunos Fogwill transpiramos sin olor, por eso. No recuerdo su olor. Lo que sí recuerdo es la velocidad de su moto BMW comprada a la policía. Yo agarrado de su cintura a 150 kilómetros por hora, tomando una curva de la General Paz.
Recuerdo la velocidad de su barco. Un Troter del ’80. Izando un foque a la salida del puerto de Olivos. Recuerdo amigos con bigotes: Dorio, Caparrós, Asís, Bizzio. Recuerdo amigos con barba: Poni Micharvegas, Jorge Lobov, Carlos Sastre. Recuerdo amigos limpios e impecables: Repsin, Siano, Fabrykant. Amigos abogados: Catón. Amigos jóvenes: Tabarovsky, Ríos, Manuel, Gambarotta, Nielsen. Novias lindas. Novias ricas. Novias “mínimas”. Novias pobres. Recuerdo a Saer. Recuerdo a Favio. Lo recuerdo cantando a Schubert, a Hugo Wolf. Lo recuerdo cantando “Tiririií...” en la ducha. Recuerdo que estaba escribiendo una misa. Lo recuerdo durmiendo en un colchón de agua. Recuerdo el póster de Hölderling. Recuerdo Help a él. Recuerdo Muchacha punk. Recuerdo peleas: el día que le perdí el original de El nadador de Viel Temperley. Recuerdo intentar despertarlo. Viéndolo nadar, lejos en el mar. Recuerdo su cámara Miranda y la mejor foto que me sacó, con el collar de diente de tiburón en Gesell. Recuerdo su banco de carpintero. Recuerdo a los “Pichis”. Recuerdo que me sorprendió y me contó una pesadilla “que buscaba la verdad”. Recuerdo que me mandó a la Pitman para aprender a teclear. Recuerdo que me premió a los diez años con un viaje a Montevideo por aprenderme un poema de Borges, y a los doce con una bicicleta Raleigh por memorizar uno de T.S. Eliot. Recuerdo Tierra Baldía, su primera editorial. Y recuerdo más y más fragmentos de su contra-educación. Educar y contra-educar es también una forma de diseñar lo que uno quiere que se recuerde y de reordenar el sentido de las palabras. Recuerdo el comienzo de La chica de tul de la mesa de enfrente: “Vi tul”. (Me pregunto qué hubiera dicho de todas estas repeticiones. Que escribo como un puto, como un progre o como un alumno de Psicología. Y tendría razón. Yo no escribo. Yo recuerdo.)

Cinco. Releo todo lo que escribí y releo partes de una vida y pienso con envidia en su meticuloso y caprichoso diseño de vida-obra y en la inversión de su tiempo. Quizá en la búsqueda de su tiempo nos quitó tiempo. La regla siempre es así: a mayor infalibilidad como artista mayor falibilidad como padre. Educado sobre el velo del materialismo dialéctico, nunca creí en la herencia. Pero lentamente me doy cuenta de que no hay mejor herencia que el pensar, las palabras, una verdad y la voz. Sigo convencido de que fue mejor que haya dedicado su tiempo a teclear, pensar y escribir que a participar de reuniones escolares de padres y que su lectura hoy para mí es más importante que su tiempo ayer. Entendió que la educación, como la ética, no se libran en el hacer o no hacer sino en el decidir, y que la vida es dar vida y más vida.
Paradojas de la inmaterialidad. Tengo más presente a mi padre ahora que antes, y lo releo y disfruto con emoción. Sus letras, sus palabras, sus gestos, su respiración, sus movimientos. Pero básicamente su voz. Extraño su voz, extraño su vitalidad y extraño aun más su manera única de exagerar la O.